Ernest Hemingway, Cuba. Agosto de 1952 Foto: Alfred Einsenstaedt |
2 de julio de 1961
Ya no podía escribir. Las palabras lo habían abandonado. Una profunda depresión lo ahogaba y no se sentía capaz de continuar.
Había vivido intensamente y lo había contado como nadie.
Hilvanó letra a letra con gran talento y tremenda maestría. Pero hacía tiempo que se encontraba enfermo. Muy enfermo. Se sentía perseguido, acorralado, asustado.
Sus amigos caían, uno a uno e inexorablemente, en las garras de la muerte. Una orfandad, amarga y áspera, lo atormentaba.
El domingo de madrugada, de puntitas para no despertar a su mujer, se levantó de la cama y se atavió con su albornoz favorito.
Salió de la habitación. Eligió una escopeta.
Caminó con ella al vestíbulo. Reposó con firmeza la frente en los dos cañones y, decidido, jaló el gatillo. Sin más. Sin decir nada, sin dejar nota, sin despedirse de nadie.
El estruendo resonó en todo el mundo que desconsolado lo lloró.
Ernest Hemingway, el premio Nobel de literatura, había acabado con su vida.
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