Al amanecer del 27 de julio de 1890, el joven pintor de 37 años, arrastró su caballete, sus pinceles y sus pinturas y se internó en el campo para trabajar, como llevaba haciendo todos los días. Volvió a la pensión para comer y partió de nuevo para regresar inusualmente tarde, cuando ya todos en casa habíamos cenado. Lo vimos venir a lo lejos, dando tumbos. Parecía borracho. Se tocaba el vientre. Finalmente arribó a casa y como una sombra subió a su habitación. Cojeaba. Se quejaba. Y cómo no iba a quejarse, si tenía un boquete sangrante debajo del pecho. Nada pudo hacerse. Vincent murió dos días más tarde, en esa estrecha cama de hierro junto a aquella silla desvencijada, junto a ese par de zapatos que ya no se pondría jamás. Sus amigos vinieron desde París y llenaron la casa de flores amarillas, sobre todo girasoles y dalias, pues sabían que eran sus predilectas.
Vincent Van Gogh murió sin saber lo famosas que serían sus obras años más tarde y llevándose consigo el misterio sobre el origen de aquella bala asesina que puso punto final a su atormentada existencia.
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