Mi abuelo nació el 3 de junio de 1910. Hoy cumpliría 103 años. Hace ya 26 años que se fue, un día antes de celebrar su cumpleaños 77.
Me habría gustado llegar a conocerlo más, recuerdo que decían que era muy buen bailarín y que el mambo se le daba maravillosamente bien. Yo nunca llegué a verlo bailar, seguro que lo habría disfrutado muchísimo y le habría además pedido que me enseñara.
Recuerdo cuánto odiaba la sopa de zanahoria y que no comía tortillas. Para acompañar la comida lo que le gustaba era el pan, siempre pan. Cuando algún sabor le gustaba, cerraba el puño de su mano derecha, se lo llevaba a la barbilla y hacía un ruidito particular que quería decir que lo que estaba comiendo era un paraíso para los sentidos. Recuerdo con mucha claridad sus manos: eran gruesas, rojizas y con muchas pecas.
Cuando yo lo conocí, su cabello era ondulado y blanco como la nieve, con algunas pinceladas de gris. Me dijo alguna vez que cuando era niño su pelo era rubio como el sol. Yo, siendo una niña, no le creí y me eché a reír. ¿Cómo un abuelo de pelo blanco y gris podría haber sido niño alguna vez y con el pelo güero y tan distinto?
Cada semana que venía a visitarnos, traía consigo alguna sorpresa. Mi hermana y yo lo esperábamos con ansias. Muchas veces la sorpresa era un conejo de chocolate, con su envoltura dorada y brillante. Desde entonces, esos chocolates tendrán siempre la virtud de evocarme el momento de su cariñosa llegada. Se quedaba a comer con nosotros y a menos que lo que hubiera en la mesa fuera sopa de zanahoria, nos hacía reír con ese gesto tan suyo cuando se llevaba la comida a la boca.
Le gustaba el futbol. Conducía un vochito azul, de finales de los sesenta, con las calaveras alargadas y los asientos altos. Alguna vez que pasó a recogernos a la escuela, el vochito se descompuso antes de llegar a casa. Mi abuelo se bajó del auto y empujó y empujó, con una fuerza inmensa que a mí me pareció sobrehumana. Él sólo, moviendo esa enorme mole azul hasta su destino.
Mi abuelo. Lo recuerdo siempre, aunque los recuerdos sean pocos y un tanto nubosos. Me habría gustado que me contase su historia, su vida. Que me hablara de su madre, de sus hermanas. De cómo se sintió al saber que su padre había sido un irlandés al que nunca conoció.
Lo que me lleva siempre a hacerme un montón de preguntas. ¿Qué estaría haciendo un irlandés en 1909 en México, tan lejos de su patria, además de enamorar a mi bisabuela? Misterio. ¿Cómo era aquél señor? ¿Alguna vez mi abuelo supo algo más sobre él? Seguramente sí, porque también sabemos que trató de encontrarlo y quitárselo a mi bisabuela. Mi bisabuela lo protegió y no permitió que tamaña cosa sucediera. Si aquello hubiera pasado, la historia sería otra. Bien distinta. Lo que es seguro es que yo ahora no estaría evocando la memoria de mi querido abuelo.
La razón es sencilla: casi con total seguridad yo no habría ni siquiera existido. Mi abuelo no habría conocido a mi abuela, por tanto, mi madre no habría nacido, o sería otra. Hija de una señora a la que no conocemos, que podría haber tenido una hija, o no. Que desde luego a mi padre no lo hubiera conocido. Habría conocido a la mejor a otro señor y quizá habrían tenido hijos. Uno de esos podría ser yo, con otros ojos, otro pelo y otra historia.
En fin, que yo no sería yo. Quién sabe cuál sería el resultado de tantas y tan variadas ecuaciones.
Lo cierto es que mi abuelo fue mi abuelo. Y aunque lo tuve poco tiempo, agradezco su existencia y la fortuna de haberlo tenido y haberlo conocido, aunque fuera sólo un poquito.
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