martes, 18 de junio de 2013

El olivo de José Saramago





Y no subió a las estrellas porque a la tierra pertenecía. Nuestro sabio sol es ahora ceniza eterna que reposa bajo la sombra de un olivo centenario. Con él comparte la tierra, su origen, la raíz y la hermosa vista hacia el río Tajo. 
Ahí está nuestro querido José Saramago, ahí descansa. Deambula feliz entre sus hojas mientras el viento le acaricia la espalda. Ahí está. De vez en cuando se asoma al mundo y se preocupa. Por fortuna siempre encuentra a alguien gozando entre letras, amigos y libros. Y entonces se tranquiliza. Vuelve a la rama, mira al río y sonríe: aún hay esperanza. 

lunes, 10 de junio de 2013

Antoni Gaudí

Retrato del joven Antoni Gaudí, a la edad de 26 años.
Fotografía de 1878 realizada por Pablo Audouard Deglaire



El 7 de junio de 1926 un pobre anciano con las ropas ajadas y los zapatos muy gastados caminaba, sumido en sus pensamientos, por la Gran Vía de Barcelona cuando un tranvía lo atropelló. El pobre vagabundo yació un buen rato en el suelo. Nadie se quería comprometer. La policía acudió y lo subió a un taxi que lo transportó al Hospital de la Santa Creu. Ninguna persona supo quien era hasta la mañana siguiente, en la que un capellán lo reconoció, pero ya nada se podía hacer por él. El anciano vagabundo murió el día 10 de junio. El pueblo entero lloró la pérdida del gran genio de la arquitectura, del humilde y devoto ser humano. Sus restos recorrieron gran parte de la ciudad en una elegante carroza fúnebre, seguida por una llorosa multitud que lo acompañó hasta llegar a su destino final: la capilla de Nuestra Señora del Carmen en la cripta de la Sagrada Familia. Su última e inconclusa gran obra.

Detalle de la fachada de la Casa Batlló. Antoni Gaudí, Barcelona

lunes, 3 de junio de 2013

Mi abuelo

Mi abuelo nació el 3 de junio de 1910. Hoy cumpliría 103 años. Hace ya 26 años que se fue, un día antes de celebrar su cumpleaños 77. 

Me habría gustado llegar a conocerlo más, recuerdo que decían que era muy buen bailarín y que el mambo se le daba maravillosamente bien. Yo nunca llegué a verlo bailar, seguro que lo habría disfrutado muchísimo y le habría además pedido que me enseñara. 

Recuerdo cuánto odiaba la sopa de zanahoria y que no comía tortillas. Para acompañar la comida lo que le gustaba era el pan, siempre pan. Cuando algún sabor le gustaba, cerraba el puño de su mano derecha, se lo llevaba a la barbilla y hacía un ruidito particular que quería decir que lo que estaba comiendo era un paraíso para los sentidos. Recuerdo con mucha claridad sus manos: eran gruesas, rojizas y con muchas pecas. 

Cuando yo lo conocí, su cabello era ondulado y blanco como la nieve, con algunas pinceladas de gris. Me dijo alguna vez que cuando era niño su pelo era rubio como el sol. Yo, siendo una niña, no le creí y me eché a reír. ¿Cómo un abuelo de pelo blanco y gris podría haber sido niño alguna vez y con el pelo güero y tan distinto?

Cada semana que venía a visitarnos, traía consigo alguna sorpresa. Mi hermana y yo lo esperábamos con ansias. Muchas veces la sorpresa era un conejo de chocolate, con su envoltura dorada y brillante. Desde entonces, esos chocolates tendrán siempre la virtud de evocarme el momento de su cariñosa llegada. Se quedaba a comer con nosotros y a menos que lo que hubiera en la mesa fuera sopa de zanahoria, nos hacía reír con ese gesto tan suyo cuando se llevaba la comida a la boca.

Le gustaba el futbol. Conducía un vochito azul, de finales de los sesenta, con las calaveras alargadas y los asientos altos. Alguna vez que pasó a recogernos a la escuela, el vochito se descompuso antes de llegar a casa. Mi abuelo se bajó del auto y empujó y empujó, con una fuerza inmensa que a mí me pareció sobrehumana. Él sólo, moviendo esa enorme mole azul hasta su destino.  

Mi abuelo. Lo recuerdo siempre, aunque los recuerdos sean pocos y un tanto nubosos. Me habría gustado que me contase su historia, su vida. Que me hablara de su madre, de sus hermanas. De cómo se sintió al saber que su padre había sido un irlandés al que nunca conoció. 

Lo que me lleva siempre a hacerme un montón de preguntas. ¿Qué estaría haciendo un irlandés en 1909 en México, tan lejos de su patria, además de enamorar a mi bisabuela? Misterio. ¿Cómo era aquél señor? ¿Alguna vez mi abuelo supo algo más sobre él? Seguramente sí, porque también sabemos que trató de encontrarlo y quitárselo a mi bisabuela. Mi bisabuela lo protegió y no permitió que tamaña cosa sucediera. Si aquello hubiera pasado, la historia sería otra. Bien distinta. Lo que es seguro es que yo ahora no estaría evocando la memoria de mi querido abuelo. 

La razón es sencilla: casi con total seguridad yo no habría ni siquiera existido. Mi abuelo no habría conocido a mi abuela, por tanto, mi madre no habría nacido, o sería otra. Hija de una señora a la que no conocemos, que podría haber tenido una hija, o no. Que desde luego a mi padre no lo hubiera conocido. Habría conocido a la mejor a otro señor y quizá habrían tenido hijos. Uno de esos podría ser yo, con otros ojos, otro pelo y otra historia. 
En fin, que yo no sería yo. Quién sabe cuál sería el resultado de tantas y tan variadas ecuaciones.

Lo cierto es que mi abuelo fue mi abuelo. Y aunque lo tuve poco tiempo, agradezco su existencia y la fortuna de haberlo tenido y haberlo conocido, aunque fuera sólo un poquito.