martes, 27 de noviembre de 2012

Jorge Ibargüengoitia. 27 de noviembre de 1983






27 de noviembre de 1983, 00:16 El Boeing 747, de la compañía Avianca se estrella a 21 kilómetros de Madrid. El copiloto había informado mal al piloto, que descendió la nave por debajo de los niveles mínimos para el terreno que sobrevolaban, colisionando así contra 3 colinas sucesivamente. Murieron 181 personas, entre ellas, nuestro querido Jorge Ibargüengoitia, que se dirigía a un encuentro de escritores en Bogotá. Nos quedamos sin uno de los escritores más divertidos, que sabía utilizar el sarcasmo y el sentido del humor como nadie, y que era un crítico mordaz de la realidad social y política de México. Tenemos la fortuna de releer lo que nos dejó y disfrutar una y otra vez con sus divertidos textos. 
Para muestra, un botón:










La ley de Herodes                 
por Jorge Ibargüengoitia

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó v también la aceptó. ¿Y qué? Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico. No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante...
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra... no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones. 
¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creen­cias personales.)
Cuando estuvo guardada la primera muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sulfato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues habla tenido cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: “Desvístase.” Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa. 
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase.”
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de man­dil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde??
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Michael Hutchence. 22 de noviembre de 1997




1997. Con un cinturón atado al cuello apareció muerto un hombre en la habitación número 524 del Ritz Carlton Hotel en Sidney. Su nombre: Michael Hutchence.
Lo recordamos con Never tear us apart, una joya. 





JFK. 22 de noviembre de 1963



Un día como hoy, en 1963, a las 12:30 del día, un presidente saludaba alegremente desde su descapotable a un nutrido público reunido en la Plaza Dealey, en Texas. Minutos más tarde, su mujer recogía un pedazo de cráneo de su marido de la parte trasera del auto. Habían sonado tres disparos, el último fue certero y mortal. A las 13 horas de ese mismo día el presidente fue declarado oficialmente muerto.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Compay Segundo. 18 de noviembre de 1907




De alto cedro voy para Marcané, llego a Cueto, voy para Mayarí...

Hoy recordamos también a Máximo Francisco Repilado Muñoz, por todos conocido como el gran Compay Segundo. Hoy cumpliría 105 años y estaría a un año de cumplir su sueño: conseguir que la vida le durara por lo menos los 106 años que generosamente se le concedieron a su abuela. No debería preocuparle ya eso, para nosotros Compay Segundo vive eternamente y hoy nos viene a cantar ésta maravilla: Chan Chan.

Cab Calloway. 18 de noviembre de 1994

Foto: Robert K. Hamilton/Baltimore Sun



Un día como hoy en 1994 Cab Calloway abandonó este mundo. Apodado el hombre He-De-Ho fue una de las principales figuras de la era del swing. Nos dejó en herencia joyas tan fabulosas como ésta: Minnie the Moocher, un tema emblemático de su orquesta que fue utilizado en este surrealista y mágico dibujo animado de Betty Boop.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Eva Morris. 8 de noviembre de 1885


Un día como hoy en 1885 nació Eva Morris, ni su madre ni ella se imaginarían nunca que la pequeña Eva llegaría a vivir en sus propias carnes no un cambio de siglo sino ¡dos!. Eva Morris murió el 2 de noviembre del año 2000 cuando estaba a sólo 6 días de cumplir la friolera de 115 años. Ella atribuía su longevidad al vasito diario de whisky que se metía entre pecho y espalda y a la ingesta de cebollas hervidas.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Art Tatum. 5 de noviembre de 1956

Art Tatum a finales de los años 40, en un club de Boston.
Foto: Al Ehrenfried



Hoy recordamos al más impresionante pianista de todos los tiempos: Art Tatum. El único hombre que era capaz de tocar él solito a cuatro manos. Desde su nacimiento sufrió de cataratas y era prácticamente ciego, tocaba de oído desde los 3 años. Cuando tenía 6 tocaba con gran maestría y velocidad piezas que originalmente habían sido interpretadas por dúos. A Tatum se le considera la figura de mayor relevancia entre prácticamente todos sus sucesores. Murió un día como hoy en 1956 a los 46 años.